lunes, 25 de octubre de 2010

Cuando el tiempo es eterno

Son casi las tres de la mañana. Mi madre decía que no había cosa peor en el mundo que llegar a viejo. Todos pasamos por esa etapa tan linda de la vida en la que no creemos en nada de lo que dicen los viejos. Como si el tiempo fuera de cada quien o estuviera detenido, esperando algo. A veces me pongo a pensar y me pregunto, ¿es el tiempo el que está detenido o es una la que camina? Y si es el tiempo el que camina, ¿va para la derecha o para la izquierda? ¿O para arriba?
La Enriqueta me atiende. La Enriqueta me asea las manos y la boca. Ella me baña y me hace compañía. ¿Qué haría yo si no existiera la Enriqueta? ¿Habría nacido otra Enriqueta?

Hoy es jueves...no, hoy es viernes. La división del tiempo en días, meses y años ya no importa. Se me volvió una masa el tiempo. Como si fuera una montaña confusa. Sale el sol y se va sin ningún sobresalto ni esperanza. Cuando se es muchacha una cree que es bueno vivir muchos años, pero después la vida para enredándolo todo. Ahora pienso que tal vez habría sido mejor vivir poco tiempo. O tal vez la mitad. ¿La mitad de qué?

La nena tiene algo así como cuarenta y cinco años. Vamos a ver, ella nació cuando yo tenía treinta y cinco. ¿O treinta y cuatro? Cuando nació su hija mayor, que se llama Meladi... no, no se llama Meladi, se llama Melani o algo así. Yo no entiendo eso de ponerle nombres raros a la gente. Digo que cuando nació su hija ella tenía veintidós años... o veintitrés, ya no lo recuerdo muy bien.

De todos mis hijos, es Jorge el que me viene a ver más frecuentemente. Algunas veces a cada semana y otras a cada dos. Siempre anda corriendo. Entra, me pregunta cómo estoy, y antes de que le responda se pone a mirar el reloj. Me deja dinero, me da un beso en la frente y se va. Viene los lunes o martes. La nena casi nunca, y cuando viene se pone a regañar a la Enriqueta. Y también a mí me regaña. Se comporta como si le hubiéramos hecho algún daño. Nada le parece bien. A veces trae a sus hijos, que son unos muchachos blancos, altos y guapos a quienes nuca tuve la ocasión de demostrarles mi cariño. Siempre están con caras de aburridos. Sólo vienen y ya se quieren ir.

—Adiós abuela —me gritan de lejos. Y se van.

Cómo recuerdo los domingos de antes, que entre las carreras del desayuno, ir a la misa, preparar el almuerzo, lavar la vajilla y descansar un poco, se pasaban volando. La casa se mantenía llena de flores, de jaulas de canarios, de bulla de niños y el agua era abundante. Ahora hay mucho silencio. En algunas ocasiones nos íbamos a pasear a El Zapote o a La Reforma. Nos íbamos y nos regresábamos caminando. Ahora todo está lleno de casas. De casas y de carros.

Un día Adolfo me dijo que él se iba a morir primero y así fue. Yo, en cambio, no me muero. A veces pienso que mis hijos hasta desean que me muera para que ya no los estorbe ni sientan el compromiso hostigante de tener que venir a visitarme. ¡Ay Dios! ¡Yo pensando esas tonterías! Tenía razón mi mamá cuando decía que no hay cosa peor que llegar a viejo.

Antes le llevaba flores a Adolfo todos los domingos, hasta que ya no pude. Los muchachos nunca pueden llevarme al cementerio. Tienen razón, ya tienen su propias familias y sus propios problemas. El tiempo no camina. Está detenido. Miro el reloj. Son las tres de la mañana y no hay ruidos. Cierro los ojos tratando de llamar al sueño, que ahora es tan esquivo y las ideas sólo se me van y se me vienen. Pienso en mis muchachos y me cuesta creer que ya son hombres y que hasta están comenzando a ponerse viejos. El tiempo sólo queda marcado por los días que viene Jorge o el Doctor. Lo único constante son las medicinas.

La Enriqueta me prepara mi comida, me ayuda a salir al jardín para tomar el sol y me cuida. El doctor viene a visitarme los viernes. A veces hasta se me olvida y cuando lo siento ahí está; entonces me doy cuenta de que es viernes. Siempre me pregunta lo mismo, me toma la presión y la temperatura, le pregunta a la Enriqueta si me estoy tomando las medicinas. El también anda lleno de prisas. Ha de tener muchos compromisos, como todos los médicos. Miro otra vez el reloj y compruebo que son las tres de la mañana con dos minutos. El tiempo no camina.

A Rafael no lo querían sus hermanos. Es que era un poco descuidado. Nunca le gustó estudiar. Todos se fueron a hacer sus vidas y él se quedó aquí, conmigo. Desde pequeño era especial. Yo lo regañaba y él me pedía perdón. A los otros los regañaba y se me quedaban mirando con rencor. Rafael no, él era humilde. Me abrazaba fuerte, me miraba con cariño y me decía: “la quiero mucho, mamaíta”. Se desaparecía durante tres o cuatro días y cuando regresaba daba pena verlo. Era descuidado. Yo me ponía a regañarlo; me cansaba de regañarlo y terminaba llorando; entonces él también se ponía a llorar y me pedía perdón. Me ofrecía que se iba a componer, que iba a buscar un buen trabajo, que iba a ser un triunfador, igual que sus hermanos; después me hablaba de sus proyectos. “Voy a ser músico, voy a ser famoso, ya va a ver mamaíta, usted va a estar muy orgullosa de mí”. Y me besaba y se ponía a bailar conmigo y a cantar las canciones que él mismo componía y parábamos muertos de la risa. Yo le decía que sí, que claro, que iba a ser un triunfador, pero en el fondo sabía que no. Hasta con sus hermanos, que tan mal se portaban con él, era humilde. Cuando venían los saludaba, les sonreía y les preguntaba por sus hijos. Ellos sólo medio le hablaban. Trataban de evitarlo Lo usaban de pretexto para no venir. Cuando venían y él no estaba, se ponían a decir cosas de él. Que era un mantenido, un inútil y un vicioso. Yo no sé, pero era el único que de veras me quería. ¡Ay no! ¿Cómo puedo decir eso? Tal vez todos me quieren, pero es que él me tenía un cariño especial. Un día consiguió trabajo en una fábrica. Andaba repartiendo no sé qué documentos en una moto. Cuando le pagaban su sueldo se aparecía con flores, con alguna comida rica y mandaba a la Enriqueta a la tienda a comprar aguas gaseosas; yo ponía el mantel más bonito, el que sólo usábamos cuando teníamos algún acontecimiento extraordinario; él ponía las velas y la música y nos dábamos una cena especial; así decía él, una verdadera cena especial; luego me pedía que le declamara los versos con los que lo arrullaba cuando era niño; después sacaba su guitarra y nos poníamos a cantar. Esos fueron los últimos momentos felices de mi vida. Un día tuvo un accidente con la moto y murió. Ni siquiera me dejaron verlo porque quedó con la cabeza deshecha. ¡Ay dios, mi muchacho, tan guapo que era! Tenía los ojos tan grandes y tan bonitos. Como para que no se fueran a enamorar de él todas las mujeres. Después de su muerte conocí lo que es la soledad en su forma más terrible.

Ya casi son las tres y cinco. Una debiera morirse cuando tiene cincuenta años, no más; así como Adolfo, que se murió a los cincuenta y ocho. Los muchachos viven orgullosos de él; siempre están diciendo que su papá aquí y su papá allá. A mí también me quieren pero a lo mejor ya les entró cansancio de cariño.

Hoy vino Alberto. Como siempre, sólo de entrada por salida, y eso que tenía como tres meses de no venirme a ver. Me dio un beso en la frente, igual que sus hermanos. Me preguntó cómo estaba y si no me hacía falta algo. Yo le respondí que todo estaba bien, que no tuviera pena porque no me hacía falta nada. Yo hubiera querido que probara un pastel que hicimos con la Enriqueta, que se tomara un café conmigo. Hubiera querido platicar con él. Hubiera querido contarle que vino el doctor y me mandó una nueva medicina. Hubiera querido contarle que me hacen falta mis canarios y mis flores.

—Tal vez otro día —me dijo, y se fue a la carrera.

Hizo un tiempo para venirme a ver, pero para mirarme con cariño, para darme un abrazo con ternura, para permitir que lo abrazara, que le cogiera su cara con mis manos como lo hacía cuando era un niñito, para eso no tuvo tiempo.

Víctor Muñoz

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