Vinieron a verme ayer, los vi, estaban sentados en la esquina, cuchicheaban, se tocaban las manos, escribían, se reían de mí, todos se ríen de mí.
La esquina de la catedral es húmeda, las paredes están mojadas por los miados, crece musgo en las piedras, plantas pequeñas nacen en los bordes.
Sus manos están heladas y húmedas, se ven arrugadas. ¿Acaso llovió toda la noche? Tiene la ropa mojada, los cartones se deshacen bajo su espalda.
No termina de llover. Amanda no usa calzones, de haber tenido se los hubiera mojado. Tiene llagas en las nalgas, yo le se las vi, y le toqué la pusa caliente. Me dice Juan, no me llamo así, no recuerdo mi nombre, se lo pregunté al hombre que vino a hacerme preguntas, también me llamó Juan. Amanda le gritó y trató de patearlo, le dijo diablo.
El cura se asoma por la esquina, los dos hombres y la mujer se levantan para dejarlo pasar, les da la bendición, con un gesto extraño, pasa corriendo, tapándose la nariz, con asco. Atrás viene Juanita. En una bandeja negra trae panes y café caliente, para los hijos de dios que duermen en el traspatio de la iglesia. Ella no les tiene asco, a pesar del olor. Entrega los panes y el café. Los tres vinieron hace un año, tienen llagas en la piel y parecen locos, no sabe si lo están.
Juanita dijo que sacarán la manguera, que viene Tulio a enjabonarnos. No me gusta que me enjabone Tulio, agarra la escoba y me refriega la espalda, me enjabona los huevos, no lo hace duro, quiere verme la verga tiesa, cuando lo logra se pone a reír como loco, Amanda se ríe también, su risa es rara, se mete en mi cabeza, me recuerda cuando yo no era así, cuando usaba camisas de seda.
Amanda se me echa encima, también está desnuda, y yo me dejo hacer. Tulio nos empuja, hasta que me monto a la Amanda, ella sigue riéndose. La monto un rato largo, para sentir que vuelvo a ser el que fui; entonces recuerdo la casa, los corredores, las flores que huelen dulce, como el pan que se hornea en la casa del cura para el desayuno. Recuerdo a la mujer flaca, que llevaron al cuartel y bailaba, usaba falda larga, de vuelos, la monté, igual que todos, se reía como Amanda, con su blusa de vuelos y las tetas al aire.
El cura regresa de decir misa, se levanta la sotana, para no mojarse con el agua que derramó Tulio, mientras pasa, mira de reojo la desnudez de Amanda, siente la fiebre que sube por sus piernas: dos hombres con los miembros en ristre montan, a la vez, a la loquita, ella ríe estruendosamente.
Sentado en su oficina, el cura abre la persiana, para ver mejor el acto.
El cura nos mira por la ventana, Amanda se ofrece a ambos, los dos nos la cogemos, de lo contrario Tulio nos mete el palo de la escoba en el culo. No me lo hizo a mí, pero lo vi cuando se lo metió a Pedro.
Bajo la sotana el cura se acaricia el miembro erguido, Tulio sigue regándoles agua a los loquitos, ellos gritan de frío y lujuria.
—¡Ya!, ¡se acabó!
El grito de Juanita acaba con todo. Tulio apaga la manguera, le suena una nalgada a Juan, quien sigue desnudo. Juanita les da ropa limpia y dos peines finos, llenos de “gamezan”, para quitarles los piojos.
—A la próxima debería traer otros peines, porque por allá abajo también tienen piojos. —Grita Tulio, mientras recoge la manguera y se va para el baño, a hacerse la paja que el cuerpo le exige.
La ropa huele a jabón de bola, ese usaban en la casa, un jabón grandote y negro, redondo, que vendía un indio apestoso. Hoy no veo las llamas, ni los gatos que se suben a mi espalda y me arañan toda la noche, no veo las ratas que mordieron mis labios y me hacen llagas en los huevos, no veo la sombra que sigue a Amanda por la noche. Hay sol, hace calor, que me seca por dentro, no es el mismo calor ardiente de las madrugadas, cuando veo surgir el sol del suelo del patio.
Juanita se va, los tres loquitos se quedan parados, sin moverse. Al que le dicen Pedro se le curva la espalda hacia atrás, grita, se queda trabado. Amanda ríe de nuevo, Juan parece espiar el cielo. Los hombres llegan entonces, vestidos de bata blanca, sonriendo, llevan papeles y bolígrafos, toman nota de todo.
No hay nubes, el sol quema, cierro los ojos, para no ver las sombras que se acercan. Ellos vienen cuando Tulio nos restriega, vienen y hablan, hablan de todo, de ellas, de cómo lo hacemos; del cura, que hoy por la noche me va a pedir que lo penetre por detrás, allá en el fondo del patio, siempre que nos bañan lo hace.
Me abren la boca, me bajan el pantalón, miran las llagas, me abren las nalgas, me hacen caminar, para delante, para atrás, hasta que me mareo. Preguntan de las luces, de las llamas, de los gatos que me hieren la espalda, sonríen cuando les digo que siento que la espalda se me quiebra como una caña, luego se van.
Juanita termina de limpiar la oficina, después trae otro plato de comida, sopa; deja en la esquina una cubeta, para que caguen. El cura camina para la misa de la tarde.
¿Soy Juan? Los gatos terminaron de comerse mi espalda, la luna arde en mis ojos, hace tiempo que se fueron los otros, hace tiempo que estoy aquí. ¿El sol que salió del suelo quemó mi cuerpo?, ¿acabó con mi vida? Qué pasó con todos, se fueron, la luna ya no se ve en el cielo, si camino dos pasos encuentro tope. Ya no vienen con sus agujas, no vienen más.
El cura murió una tarde. El nuevo los echó a la calle. Juanita suplicó por ellos.
—Es sífilis, Juanita, por eso están loquitos, no quiero ese peligro en mi iglesia. Mírelos, pueden atacarla a usted, todo ese sexo que tienen; no, es un asco.
Metido en una bartolina, Juan alucina otra vez, el dolor de la espalda no lo deja descansar. Lo hará hasta que amanezca tieso, cualquier mañana.
Patricia Cortez
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